Todos somos colecciones de máscaras, y es precisamente esa modulación de lo que somos lo que nos permite desenvolvernos en sociedad; lo que nos permite delimitar al instinto y coexistir en ese delicado balance al que llamamos civilización. Sin embargo, hay situaciones en las que resulta imposible ponerse máscara alguna. Instantes límite que se gestan en milésimas de segundo, y que en su momentánea violencia ponen al descubierto nuestra esencia irrestricta, inmoderada, pura. John Fitzgerald Kennedy se desploma y su centro neuronal se desparrama sobre la oscura carrocería de la limusina Lincoln. Congelemos por un momento esa imagen. Kennedy, incapaz de percibir la que ha dejado de ser su vida, muere con la máscara puesta. Su cara se congela en el rictus del perfecto político norteamericano. Jackie en cambio escucha la explosión y ve caer a su marido. En un parpadeo la mujer queda desenmascarada. Ya no vemos a esa esposa modelo que el director chileno Pablo Larraín –esteta incansable de la crudeza narrativa– retrata con virtuosismo presumiendo los pasillos de la Casa Blanca que con tanto esfuerzo remodeló tras el triunfo de su marido (símbolo ahora anacrónico del protagonismo femenino, pero en aquel entonces oro molido para la popularidad de Kennedy). Jackie ha desaparecido, y en su lugar yace Jacqueline, congelada sin saberlo en una de las escenas más icónicas del siglo XX, mientras el pie derecho del chofer, en completa tensión, descarga todo el peso de su cuerpo en el acelerador. ¿Qué hacer en ese momento? En ese instante que se ancla en uno de los terrores más elementales del ser humano: la supervivencia. En ese instante cuyo impacto emocional Larraín revive en la mente del espectador mediante dos recursos estéticos diametralmente opuestos: por un lado la exacerbada belleza de un grupo de tomas cenitales compuestas desde la simetría y desde la más hipnótica belleza, donde el espectador se regodea, casi de forma melancólica, en la apacible imagen de la cabeza descerebrada de JFK, que reposa junto a un ramo de rosas sobre el regazo de su mujer; y por otro lado mediante el aterrador uso de un segundo grupo de tomas cuya efectividad se ancla en los códigos visuales del found footage horror, en las que el rictus de terror y desconcierto de Jackie –sobresaliente Natalie Portman– es captado cámara en mano con close-ups que al filmarse desde una gran distancia no consiguen enmarcar de forma estable el rostro desencajado de la protagonista, que entra y sale de cuadro en un juego visual verdaderamente aterrador. Pero sigamos congelados en el instante. ¿Qué hacer? Son esos segundos epifánicos los únicos –dentro de las horas y horas de metraje documental filmado sobre Jacqueline Kennedy Onassis– donde podemos ver a la mujer detrás de la máscara, a esa mujer que instintivamente salta para recoger los restos de cráneo y masa encefálica de su esposo, en un intento desesperado por salvarse a sí misma; a esa mujer venerada como un sofisticado ornamento, que se fragmenta en mil pedazos con la desaparición del monarca, y a la que Larraín imagina como un ser devastado, condenado a recoger eternamente los pedazos del cráneo de su marido, ya sea en el proceso de abandono de la Casa Blanca tras la llegada del sucesor, ya sea entre las gaitas de la marcha funeral multitudinaria, o ya sea entre las manos infantiles de sus hijos. Larraín construye un parco y virtuoso poema abstracto, cuyas viñetas o versos no están interesados en asumir el papel de documento histórico, sino en penetrar de lleno la esencia de una mujer, como tantas otras, condenada a recoger los pedazos de una vida frívola, al borde del glamour, al borde de la decadencia, y al borde de la locura.
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