Pocos géneros cinematográficos son tan complejos en su concepción y ejecución como el terror. La idea de generar un producto de consumo masivo que consiga engendrar horror genuino en un espectador que desayuna, come y cena violencia se antoja con el paso de los años cada vez más difícil, en parte por el bombardeo mediático de las atrocidades cotidianas, y en parte porque el horror no instintivo se genera a partir de una miríada de códigos sutiles forjados de forma íntima en la psique de cada espectador. Es por lo anterior que el común denominador del cine de terror contemporáneo suelen ser los sustos instintivos: esos que nos hacen saltar con ruidos fortísimos y súbitas apariciones de engendros demoníacos, mientras que cada vez menos realizadores deciden embarcarse en la tarea de abordar el terror que subyace en las capas más profundas de nuestros códigos morales: ese horror que parte de la estructuración de lo absurdo y del perturbador sentimiento de que algo está terriblemente fuera de lugar.
Es con esa filosofía que Andy Muschietti construye un filme cuyo atributo más sobresaliente es la sagaz atenuación del horror a través de la nostalgia, consiguiendo un desbordante éxito de taquilla gracias a la impecable reproducción de los códigos que hicieron grandes a las películas de aventura infantiles de los años ochenta como The Goonies y Stand by Me (cosa que no pudo hacer J.J. Abrams con su Super 8), y a la adaptación de dichos códigos a un entorno “adulto” que le impone al espectador una sensación de respeto, sin llegar a incomodarlo con momentos de horror desbordado. La fórmula es perfecta.
Por si fuera poco, el elenco del filme está ensamblado a partir de un equipo inmejorable de actores infantiles, donde los arquetipos clásicos del club adolescente –el bromista, el cobarde, el valiente, la guapa brillante, etc– se ejecutan desde la más entrañable naturalidad, y se muestran en su conjunto como la perfecta contraparte del diabólico antagonista, cuya capacidad para alimentarse de los miedos infantiles lo convierte en la excusa perfecta para elaborar una interesante exploración visual de lo grotesco.
A pesar de que It es una película fuertemente orientada a la manipulación descarada de la nostalgia, que por momentos se desbarranca en alguno que otro cliché, cuenta con dos aciertos innegables que la convierten en una cinta por demás interesante. El primero es su atinada y descarnada representación del mundo adulto que incidentalmente rodea a los protagonistas del filme: un mundo que se reconoce incapaz de comprender la transición de la infancia a la adolescencia a pesar de haberla vivido en carne propia, prefiriendo cerrar los ojos ante la profunda violencia asociada a los ritos de paso hacia la adultez –véase la estupenda secuencia del globo dentro del coche–.
El segundo gran acierto del filme es sin duda alguna su bellísima interpretación visual de lo grotesco, evidenciada en tres momentos verdaderamente sobresalientes: la expresión corporal del malvado payaso –interpretado por el facialmente virtuoso Bill Skarsgård– que llega a su momento más hermoso en la secuencia del desdoblamiento de la alacena; la construcción visual de ese castillo subterráneo sacado de un infernal cuento de hadas, con los cadáveres flotando en una delicadísima danza macabra; y finalmente la hipnótica secuencia del proyector, que se alza como el punto estético más elevado del metraje, gracias a esa transición cuadro por cuadro de un horror pausado que se aleja del salto instintivo para anclarse en lo maravillosamente perturbador.
En la crítica de cine suele utilizarse el término “formulaico” como un adjetivo negativo, sin embargo It es un gran ejemplo de que las fórmulas, cuando se usan con inteligencia, pueden engendrar frankensteins hermosos.