Tal vez como ningún otro monstruo cinematográfico, el zombi clásico ha trascendido a lo largo de su existencia su función meramente terrorífica para convertirse en uno de los catalizadores por excelencia de la crítica social. Desde que George A. Romero utilizó a esos cadáveres deshumanizados para ejecutar un ataque mordaz a la sociedad de consumo en Dawn of the Dead, un gran número de directores y escritores han empleado al zombi como un elemento metafórico capaz de ejemplificar comportamientos recurrentes del ciudadano occidental promedio.
Por desgracia la sobreexplotación del género zombi no necesariamente trajo consigo una multiplicidad de acercamientos narrativos, sino más bien la cansada repetición de los mismos temas con actores más guapos y mejores efectos especiales –véase la interminable serie televisiva The Walking Dead, la olvidable World War Z, y básicamente todas las películas de zombis del último lustro–. Para contextualizar lo anterior tal vez sea Deadgirl, con toda su enfermiza narrativa, el último filme con temática zombi que colocó algo nuevo sobre la mesa, y de eso hacen ya casi nueve años.
Es entonces de agradecer que el director coreano Sang-ho Yeon, tras la interesante cinta animada The Fake, haya decidido revitalizar al género zombi con dos largometrajes de impecable factura: la estupenda Train to Busan (clic aquí para leer lo que escribí sobre ella) y la película animada Seoul Station, que funciona como una precuela animada de Train to Busan y que se estrenó casi de manera simultánea.
Lo primero que viene a la mente tras ver Seoul Station es la radical diferencia narrativa que muestra en comparación con Train to Busan, ya que mientras esta última funciona como un inteligente thriller que gira en torno a una narrativa sencilla pero profundamente efectiva, basada en las secuencias de acción y en la entrañable dinámica entre un padre y su hija, en Seoul Station Sang-ho se centra en la posibilidad de crear una cinta de crítica social que deje de lado la acción para exhibir, mediante un entramado de insospechadas complejidades, la putrefacción de los mecanismos que sostienen y dan forma a la sociedad coreana primermundista.
Filme de ambiciones desmedidas, Seoul Station intenta evidenciar mediante la infección zombi a una sociedad clasista que desprecia profundamente a la pobreza, que se siente aterrada por ella, y que intenta levantar una barrera contra sus desarrapados representantes ocultándolos a la sombra de sus rascacielos. Pero la cosa no se detiene ahí, ya que durante hora y media de metraje Sang-ho aborda una miríada de temáticas sociales con pasmosa agilidad (y con más de un error conceptual perdonable), que van desde el desprecio del gobierno por el individuo hasta la absurda pulsión de seguir viviendo cuando se tiene la certeza de que el futuro no existe. Todo lo anterior bañado en una atmósfera que no cesa de recordarnos que hacer lo correcto, lejos de otorgarnos la salvación, puede ser una debilidad imperdonable.
Narrada del mismo modo que Train to Busan en torno a la relación de un padre que busca salvar a su hija de la epidemia zombi –pero con giros argumentales verdaderamente renegridos– Seoul Station sigue los pasos de una joven prostituta que deberá sobrevivir el apocalipsis zombi junto a un vagabundo, mientras intenta reunirse con su padre y su abusivo novio, que la esperan del otro lado de la ciudad en una zona militarizada.
Probablemente el parteagüas zombi más importante desde Shaun of the Dead, el díptico fílmico de Yeon Sang-ho es un esfuerzo que quedará enmarcado por su habilidad para adecuar los códigos del cine zombi a un terreno intimista y espectacular en Train to Busan, y por dejarnos con Seoul Station (a pesar de sus fallos de continuidad, de su inexplicable lógica geográfica, y de algunos momentos melodramáticos torpes) la cinta zombi de denuncia social más interesante que hemos visto desde Dawn of the Dead.