Catalizadora de juicios radicales de odio y amor, la obra del director estadounidense Darren Aronofsky constituye una de las pocas filmografías contemporáneas que genuinamente pueden catalogarse bajo el génerico adjetivo de “provocadoras”. Para bien y para mal, la visión artística de Aronofsky se construye a través de la provocación estética y narrativa, en piezas que en todo momento se conducen por los límites del melodrama y el efectismo, fracasando y triunfando bajo una sola premisa: la completa ausencia de concesiones al espectador en favor de la defensa de la única visión que el director de obras tan divisivas como The Fountain, Black Swan, o Noah, percibe como válida: la suya.
Mother! es una de las piezas de Aronofsky que más ha antagonizado a un público que se debate, a pedradas y escupitajos virtuales, entre el odio furibundo y el amor desmedido a esta cinta cuyo principal valor radica en su habilidad para reactivar el poder de la alegoría cinematográfica, en una época gobernada por el yugo de lo literal; una época en la que las palabras se cuidan precisamente para que no tengan un doble o un triple sentido; en una época en la que abrir la puerta a la interpretación no literal de una obra da pie al retruécano de los ofendidos, y donde los costos mediáticos de lo políticamente correcto han devenido en una censura a la ambigüedad, así como en una obsesión casi patológica por acotarlo todo.
Alegoría multi interpretativa, Mother! abre su metraje con una secuencia que de inmediato inserta al espectador en la noción de ciclo, utilizando el recurrente mito del cataclismo que renueva los parámetros de su entorno mediante la reconstrucción de una casa calcinada. Es a partir de esa reconstrucción que se presenta a la pareja protagónica del filme: un poeta famoso que se encuentra hundido en un terrible bloqueo creativo junto a su joven y abnegada esposa, interpretada por Jennifer Lawrence en su primera actuación valiosa desde Winter’s Bone.
Desde el comienzo Aronofsky revela el carácter puramente alegórico de la película, anclando su narrativa en un universo simbólico que desde los primeros minutos se desconecta de la realidad, para permitirse explorar, con inusitada valentía narrativa, el vínculo entre arte y religión mediante un bellísimo retrato de la mente antropófaga del artista que lo consume todo en pos del placer creador.
El poeta/deidad del filme, interpretado por el siempre correcto Javier Bardem, se descubre alienado del acto creativo que le da sentido a su existencia (el Dios no es Dios hasta que crea), y para reencontrarse con el gozo narcisista de la creación engendra situaciones límite cuya intensidad emotiva le permiten crear belleza a partir del dolor.
Aronofsky liga el núcleo narrativo de la psique del artista con el canon religioso católico, y genera un paralelismo entre su poeta y el Dios del antiguo y nuevo testamento, utilizando a la esposa abnegada que por todos los medios busca la felicidad de su cónyuge como una especie de deidad terrestre, que funge como contrapeso de los simulacros performáticos de ese Dios tan talentoso como irresponsable, que sacrifica a su propio hijo no como un acto para salvar a la humanidad, sino como una mera exhibición de narcisismo.
La agresiva propuesta filosófica de Aronofsky, aunada a la complejidad semiótica de la película y a la minimalista y al mismo tiempo desmesurada puesta en escena de la historia (sí, se puede ser minimalista y desmesurado a la vez), que por momentos ejercita de forma extraordinaria la lógica del sueño al más puro estilo de El Castillo, de Kafka –véase la secuencia en la que los comensales deciden, en medio del caos orgiástico, pintar las paredes como agradecimiento– que por momentos se vuelve también flagrante cinta de terror –véase la secuencia de la comunión/lapidación– y que enmarca todo su metraje dentro de los confines de una casa que funciona como grandilocuente alegoría de la sociedad occidental, son elementos que convierten a Mother en uno de los ejercicios fílmicos más arriesgados y memorables del año, así como en un brillante regreso de Aronofsky a la dirección cinematográfica tras el descalabro de Noah. Bravo.