Bohemian Rhapsody (2018)

Casi por definición, las películas biográficas suelen ser productos decepcionantes. La idea de resumir una vida célebre en apenas dos horas de metraje suele desembocar en la creación de un monstruo de Frankenstein compuesto a partir de retazos de datos enciclopédicos, de momentos estelares inconexos, y de actuaciones que tienen más en común con el oficio del cómico imitador que con el del actor.

De inmediato podemos percatarnos de la pobreza argumental de un biopic cuando la vasta mayoría de los comentarios críticos giran en torno al “asombroso” parecido del actor protagónico con el personaje histórico. Fenómeno que denota lo que casi siempre suele ocurrir: que la narrativa del filme queda perfectamente resumida en el primer párrafo de la semblanza de Wikipedia del personaje en cuestión.

¿Había otra forma de retratar a Freddie Mercury más allá de su predecible exhibición como el genio que cae presa de una enfermedad mortal; o peor aún, más allá del maniqueo planteamiento del genio musical cuyos males (emocionales y físicos) se desprenden en su totalidad de su identidad homosexual? Pienso que sí, pero esa película habría sido un retrato mucho más complejo que el autocomplaciente videoclip wikipediesco de dos horas y media que Bryan Singer ensambla, precisamente a partir de esos dos puntos dramáticos, como un último crowd pleaser para la inmortal fanaticada de una de las bandas de rock más importantes de la historia.

Viendo el fenómeno desde lejos, resulta ingenuo pensar que una banda del calibre de Queen podría, sobre todo con dos de sus miembros aún con vida e involucrados de lleno en el proyecto, recibir un homenaje fílmico diferente. Homenaje que no carece de pericia, pero que es precisamente eso: un homenaje en el peor sentido de la palabra: complaciente, superficial, y artificiosamente melodramático.

Singer construye en Bohemian Rhapsody la fantasía victimista de un hombre que cae presa de la fama que conlleva su talento, presentando a Mercury como una marioneta del destino, incapaz de tomar decisiones y rendido por completo ante la influencia contradictoria del cúmulo de personajes que lo rodean. Personajes cuyo compás moral está completamente definido por su orientación sexual, y que en el transcurso del filme terminan enfrascándose en una lucha maniquea entre la pureza heterosexual y la maldad homosexual. Ahí vemos a la casi-esposa perfecta, hermosa, abnegada y virginal, que junto a los otros tres integrantes heterosexuales de Queen, felizmente casados también, ven cómo la malévola homosexualidad de Freddie –encarnada en toda su crapulencia por el cruel amante que poco a poco toma el control del artista– sumerge al ídolo en una vorágine de drogadicción, cuero, bigotes frondosos y sexo sin sentido, que desemboca, como castigo divino por su vida de excesos, en su irremediable muerte. Sin embargo, tal vez peor aún que ese insoportable mensaje moralista (que me sorprende que en estos tiempos no haya sido escandalosamente repudiado por los integrantes de la comunidad LGBTetc) es la novelada redención que Singer le otorga a su personaje protagónico instantes antes de su último concierto, en la que consigue encontrar (en apenas unas cuantas horas) el amor del único homosexual bueno del mundo, el perdón de sus padres, y la paz con su perfecto amor heterosexual (me dan igual los SPOILERS porque ya todos la vieron).

Culpable de todos los pecados del biopic clásico, pero de factura espectacular, Bohemian Rhapsody es un claro ejemplo de los alcances y objetivos del cine pop del siglo XXI: un bonito cascarón vacío que basa su éxito en las inamovibles reglas del melodrama clásico, y en el hecho comprobado de que no existe un sólo ser humano en el mundo que no se emocione al escuchar a miles de voces corear ese perfecto, único, y maravillosamente armonizado EEEEEEEEEEEEEEEEEO.

P.D. Si dicen que la actuación de Rami Malek, o para tal caso la de su prótesis dental, es la mejor del año, se les va a aparecer el fantasma de Stanislavski encabronado. No se arriesguen, amigos.

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