No sé cómo los críticos “profesionales” de cine sobrellevan su trabajo. En serio, no sé cómo lo hacen. Durante las últimas dos semanas me propuse ver todas las cintas nominadas al Oscar este año –vamos: la créme de la créme de lo que la industria de cine hollywoodense tiene para ofrecer– y en verdad no concibo un trabajo más desmoralizante que el tener que ver por obligación, día tras día y de forma incansable, como quien checa tarjeta en una fábrica, este tipo de cine. Antes de que se me lancen a la yugular, quiero aclarar que no digo esto por payaso o por darme ínfulas de “culto”; no creo que el mal llamado “cine de arte” (¿a quién carajos se le ocurrió esa “clasificación”?) sea la única vía digna del séptimo arte, o que cineastas como Béla Tarr o Tarkovsky sean más dignos que Spielberg o Scorsese. Nada más alejado de mi forma de pensar. Sin embargo me encuentro, cada vez con mayor frecuencia, que el proceso de ver las cintas que la industria cinematográfica más grande del mundo presume como los pináculos de su creación artística me drena emocionalmente. Y no por la falta de pericia de sus productos fílmicos, sino precisamente por todo lo contrario: porque estas películas son un fiel reflejo, perfectamente ejecutado, de lo que el ser humano promedio del siglo XXI busca consumir (y en ocasiones hasta presumir) como estimulante intelectual. Si consideramos al cine hollywoodense como un fiel reflejo de los anhelos y aspiraciones del mundo occidental, el panorama es francamente desolador.
Quiero creer que mi desesperanza se debe a una falta de objetividad provocada por el hecho de haber visto de forma consecutiva Black Panther, Bohemian Rhapsody, Green Book y A Star is Born: cuatro películas engendradas desde la más lamentable corrección política, que al mismo tiempo consiguen ser monumentos a los valores morales más reaccionarios del mundo occidental contemporáneo. Y claro, escojo escribir tres párrafos sobre A Star is Born –la más reciente cinta del director, actor, escritor, cantante, America’s sweetheart, etc., Bradley Cooper– porque es, por mucho, la más nefasta de las cuatro.
Tercer remake (sí, tercer) de la cinta homónima de 1937, dirigida por William A. Wellman, A Star is Born narra la premisa clásica del sueño americano de la primera mitad del siglo XX, un sueño que a pesar de su planteamiento generalista y casi mágico, sigue funcionando como mecanismo efectivo de control para una generación sin esperanzas que busca saltar al estrellato por un golpe de suerte, justo como Ally, la protagonista del filme –Lady Gaga en clave de mujer sufriente y abnegada– quien es descubierta por casualidad en un bar de drag-queens por su “salvador”: un músico alcohólico que la encandila y “enamora” por su fama, la encumbra también por su fama, y finalmente la destruye emocionalmente por su fama.
Aunque Cooper no le da crédito a la cinta original de 1937, precisamente porque los remakes de 1954 y 1973 tienen como protagonistas a cantantes, mientras que el filme original narra la historia de una aspirante a actriz, lo cierto es que su versión tiene mucho más en común con la primera película, ya que la narrativa deja completamente intacta esa ideología añeja del filme original en el que la protagonista resulta ser una niña abnegada, que supedita su éxito al desempeño de su mayor labor: adoptar el papel de pilar emocional de un hombre derrotado y decadente, soportando de forma estoica toda clase de vejaciones en pos de un amor ciego a su ídolo, que no es otra cosa mas que un amor ciego a la fama, y que, en última instancia, no es otra cosa mas que la penosa aceptación de que esa mujer ha escogido ser un receptáculo del amor, el deseo y la frustración de un hombre que se ostenta como su dueño, cosificándose voluntariamente con tal de recibir los favores de la fama.
Esa reelaboración de valores rancios y anticuados no me molesta en sí misma, ya que a partir de esos conceptos podría haberse manufacturado un filme interesante en torno a la perversidad del amor cuando se mira a través del filtro de la fama, sin embargo Cooper escoge elaborar la historia desde una atmósfera de cuento de hadas, repleta de cursilerías y moralejas falaces que se suceden una tras otra entre aforismos dignos de las mejores tarjetas postales de superación personal, y actuaciones que rayan la mayor parte del tiempo entre la caricatura y lo telenovelesco. No digo más. Peores cosas se han filmado en la historia del cine, sí, mucho peores, pero que se presuma este esperpento como un logro fílmico digno de lo mejor del año, es algo que no denota una industria decadente, sino un público decadente, y eso, la verdad, me aterra mucho más.